Autor: Bill Bryson.Estupendo libro de divulgación científica, francamente divertido, y con un plus adicional: se dedica a tratar de modo objetivo aspectos científicos sin caer en la seudoteología
Hay un reducido número de científicos, quizá, y con muchas y necesarias matizaciones su principal exponente sea Hawkings, que juegan a hacer teología desde la ciencia. Persiguen el vano, por inalcanzable, objetivo de crear una contradicción entre la ciencia y la religión. Es decir, que la aproximación a la ciencia debería hacerse desde el ateísmo o como mínimo desde el agnosticismo. Nada más falso. La mayoría de los científicos más importantes, incluyendo a Albert Eisntein, no han sido ateos, ni han visto incompatibilidad alguna entre Dios y la ciencia. Tenemos el caso por ejemplo del sacerdote católico Lameitre, que fue el precursor de la famosa teoría del Big-Bang, algo que parte de los científicos autodenominados ateos siempre tratan de ocultar. Bill Bryson no cae en esta servidumbre ideológica. Plantea los temas de manera objetiva, amena, y plagada de anécdotas. Absolutamente recomendada su lectura.
He aquí un extracto sacado del libro:
Quizá no haya nada que ejemplifique mejor la naturaleza extraña, y con frecuencia accidental, de la ciencia química en sus primeros tiempos que un descubrimiento que hizo un alemán llamado Hennig Brand en 1675. Brand se convenció de que podía destilarse oro de la orina humana. (Parece ser que la similitud de colorido fue un factor que influyó en esa conclusión.)
Reunió 50 cubos de orina humana y los tuvo varios meses en el sótano de su casa. Mediante diversos procesos misteriosos convirtió esa orina primero en una pasta tóxica y luego en una sustancia cérea y translúcida. Nada de eso produjo oro, claro está, pero sucedió una cosa extraña e interesante. Al cabo de un tiempo, la sustancia empezó a brillar. Además, al exponerla al aire, rompía a arder en llamas espontáneamente con bastante frecuencia.
Las posibilidades comerciales del nuevo material (que pronto pasó a llamarse fósforo, de las raíces latina y griega que significan «portador de luz») no les pasaron desapercibidas a negociantes codiciosos, pero las dificultades de la manufactura del fósforo lo hacían demasiado costoso para que pudiera explotarse. Una onza de fósforo se vendía por 6 guineas (unos 440 euros en dinero de hoy), es decir, costaba más que el oro. Al principio se recurrió a los soldados para que proporcionaran la materia prima.
Fernando Inigo
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